
En los páramos estelares de la ciencia ficción, dos colosos se alzan con la solemnidad de los mitos: fundación, de Isaac Asimov, y dune, de Frank Herbert. Escritas con décadas de distancia pero unidas por una misma sed de comprender el destino humano en su escala más vasta, ambas sagas modelaron imperios literarios que perduran hasta hoy. Y sin embargo, pese a su gloria individual, las arenas del tiempo nos llevan a una pregunta inevitable: ¿fue dune una respuesta, una réplica o incluso una herejía frente al legado que cimentó fundación?
La historia parece sugerir que sí…
Veinte años antes del nacimiento de Paul Atreides, Isaac Asimov ya había erigido su visión de un imperio galáctico en decadencia. En fundación, la humanidad navega los siglos guiada por las predicciones de Hari Seldon, el psicohistoriador que, con la frialdad de las matemáticas y la audacia del genio, pretende reducir diez milenios de barbarie a tan solo mil años de oscuridad. Frente a ese titán racional, Herbert alzaría otra figura mesiánica, nacida no del cálculo estadístico sino del desierto: el Kwisatz Haderach.
Ambos mundos nacen del eco de un imperio moribundo. Ambos se gestan bajo la sombra de Roma, inspirados por la obra historia de la decadencia y caída del imperio romano de Edward Gibbon. Pero si Asimov traza una sinfonía de progreso científico que atraviesa las eras con lógica implacable, Herbert escribe una tragedia donde la razón cede ante la mística, y el control es apenas una ilusión que encubre la furia del caos.
El paralelismo más evidente está en la estructura misma. Asimov inaugura cada capítulo con extractos de la enciclopedia galáctica, ofreciendo al lector fragmentos de un pasado ficticio que confiere profundidad a su universo. Herbert, por su parte, hace lo propio con los textos de la princesa Irulan, prestando a dune un aliento de historicidad épica que recuerda al mármol de las crónicas imperiales.
Pero hay más. Asimov fue el primero en imaginar un imperio galáctico coherente, regido por la razón, donde los cambios no dependen del capricho de individuos sino del peso estadístico de las masas. Su Fundación no es un gobierno ni una religión, sino una idea: la ciencia como redención del caos. Y aún así, como en toda gran epopeya, aparece el elemento inesperado: el Mulo. Un mutante. Una anomalía. Un ser único cuya voluntad trastoca el curso previsto por Seldon. Un profeta en un mundo de estadistas.
Herbert no solo toma nota de esta disrupción. La convierte en eje de su propia saga. Paul Atreides, y más aún su hijo Leto II, son los Mulos de Arrakis. Excepciones encarnadas que rompen cualquier línea de predicción, sean las de los mentats, las de las Bene Gesserit o las del mismísimo dios. Herbert no refuta a Asimov. Lo responde. Donde la psicohistoria busca orden, dune abraza lo imprevisible. Donde fundación promete el regreso de la civilización, dune revela que toda civilización nace sobre sangre y arena.
En un ensayo poco conocido, Frank Herbert escribió: “la historia, en fundación, se manipula para fines más amplios por una aristocracia científica. Se asume que los sabios saben mejor que nadie qué curso debe tomar la humanidad”. Para Herbert, ese supuesto era peligroso. Por eso invirtió el relato: no confió en los ingenieros sociales, sino en los imprevistos. En el héroe que escapa del molde. En el desierto que engulle imperios.
Las Bene Gesserit, con sus planes genéticos, son la versión biológica de los psicohistoriadores. Pero Paul las traiciona. Las supera. Como el Mulo. Como todo aquello que no puede predecirse.
Y ahí radica la esencia de dune. Su mensaje no es la promesa de una civilización estable ni la profecía del orden. Es la advertencia de que el universo se ríe de nuestros planes, y que la vitalidad de la especie humana reside en su capacidad para mutar, para soñar, para errar.
En este sentido, dune no es una continuación de fundación. Es su sombra. Su reverso. Ambas series comparten el mismo punto de partida: un imperio que se desmorona. Pero la ruta que siguen es distinta. Asimov ve en la ciencia la llave para cerrar el ciclo. Herbert la ve como otro rostro del mito. Y entre ambos, como dos titanes en guerra, nos ofrecen un legado doble: el mapa y la tormenta.
Hoy, más de ochenta años después del nacimiento de estos mundos, las adaptaciones de Apple y Warner Bros. han devuelto sus nombres al centro del escenario. Pero el duelo entre fundación y dune no se juega en taquillas, sino en ideas. Y en ese duelo, ambos vencen. Porque nos obligan a preguntarnos qué somos: números o sueños. predicciones o milagros. ciencia o destino.
Ambos imperios caen. Pero sus palabras permanecen.











